Entrevista al Profesor Mario Ramos-Reyes, director de la escuela de formación Jerónimo Irala Burgos.
El Prof. Dr. Mario Ramos-Reyes, catedrático y filósofo político paraguayo, reside ya desde hace varios años en Kansas, Estados Unidos, donde se dedica a la docencia universitaria, pero sin descuidar su interés y conocimiento por la idiosincrasia y la tradición paraguayas.
Cada cierto tiempo, se toma unas semanas para visitar nuestro país durante el receso académico y es abordado por docentes, amigos y antiguos alumnos con preguntas sobre temas relevantes como educación, democracia, filosofía o la libertad. Este año, si bien no pudo visitar su tierra, tuvo la ocasión junto con algunos estudiantes y amigos de generar un ámbito de formación denominado Escuela “Jerónimo Irala Burgos”. Sobre esta propuesta y otros temas actuales nos habla en la siguiente entrevista que ofrecemos a los lectores de QuOi pro.
QuOI pro (QP): Profe, al revisar las obras que forman parte de su producción o al leer sus artículos semanales, nos encontramos con temas recurrentes como democracia, república, cultura política y fe cristiana, ¿qué fue lo que le llevó a dedicarse con particular atención a estos temas?
Mario Ramos-Reyes (MR-R): La vida, simplemente. O Dios, que teje nuestra vida y nos da sorpresas. En mi familia se hablaba casi siempre de política. Y eso me atraía. Y de poesía y literatura. A mi padre le gustaba la poesía, aunque era médico. Era declamador, recitaba muy bien. Y mi mamá leía mucha filosofía y me leía, de siesta –para que no me escapara con el calor calcinante de nuestros veranos por la calle– párrafos de Descartes y otros filósofos y escritores. Me gustaba, no sé si por las ideas o por su voz. Luego, las circunstancias de la dictadura me llevaron a escribir sobre temas de política, de urgente necesidad, como diría Ortega. Tenía premura de decir algo. Recuerdo que comencé allá a inicios de los ochenta, aún en la universidad. Cada día que se publicaba mi artículo en Última Hora, me esperaba en el pasillo de la facultad el profesor Rolando Natalizia –que había sido mi profesor de latín en la secundaria– con mi artículo todo corregido. Aprendí muchísimo de él. Lo menos malo que escribo, se lo debo a él. Escribía columnas e incluso más tarde, comencé a hacer radio donde mezclaba periodismo y filosofía.
QP: Al leerlo o escucharlo, también me da la sensación de que su formación tiene la influencia muy decidida de figuras como Secundino Núñez, Adriano Irala Burgos o el propio Luigi Giussani, ¿qué importancia tienen sus maestros en su cosmovisión?
MR-R: Adriano fue mi padrino. Un maestro. Pero, sobre todo, era cariñoso, un hombre bueno. Buenazo como decíamos entonces. Estar con él era una fiesta. Con él tuve mi primer gran encuentro con la filosofía. El definitivo. Le dio rostro al deseo por la filosofía que había entrevisto en la secundaria. Lo recuerdo como si fuera hoy. Nos leyó El Banquete de Platón, una tarde de abril preciosa, en una clase de Antropología en la facultad de Derecho. No era nuestro profesor, ese día lo reemplazó. Me quede extático. Recuerdo que lo seguí corriendo después de la clase. Cambió toda mi vida: decidí seguir Filosofía y abandonar Derecho. Pero él me dijo: nooo, ahijado; las dos cosas. Y continué estudiando, paralelamente, Derecho. De él me viene mi acercamiento fenomenológico a la realidad. Nunca se me fue. Conocí a través de él el pensamiento personalista en una época despótica. ¿Qué ironía no? Fue el que me alentó para escribir, aunque siempre me “retaba”: Tenés que leer más sobre la lechuza (la filosofía) y menos andar en actividades políticas. En aquel tiempo, mi activismo no tenía freno.
Secundino fue mi gran maestro. Un padre intelectual. Me exhortó a pensar y, sobre todo, pensar con detenimiento y de a poco. Con paciencia. Me impactó su claridad y, sobre todo, profundidad. Adriano mismo me dijo: _che, ahijado, llegó Núñez de Buenos Aires y va a enseñar metafísica. Te va a gustar, tenés que tomar su clase_. Y así mismo fue. Detallado. Conciso. Me dio el contenido tomista sólido a la fenomenología existencial de Adriano. Iba a su casa de Lambaré donde me ayudaba a comprender y a profundizar la filosofía, la ética y también la teología. Y en su vejez le hablé mucho de espiritualidad. Lo llamaba casi cada mes por teléfono desde Estados Unidos, durante mucho tiempo, para preguntarle cosas. Tenía un conocimiento inmenso. Era un filósofo campesino, con un gran amor por la patria, un karai guazú en todo sentido. Lo echo de menos cada vez más.
A Giussani lo conocí cuando visitó el Paraguay. Sería allá, a mediados de los 80. Fue en aquel encuentro en la Quinta del profesor Enrique Ibarra, en Ycua Sati, camino al aeropuerto. Apasionado, rápido de mente, afectuoso, intuitivo, te miraba a los ojos y sonreía. No hablé mucho con él por la pobreza de mi italiano y mi terca timidez. Por aquel tiempo, yo ya lo había leído mucho, sobre todo apuntes, que eso es lo que había antes. Yo siempre digo que Giussani me ayudó a descubrir mi historia singular, el yo de mi historia, una historia que no estaba divorciada de mi intelecto, ni menos de mi vida. Dios es historia. Cristo está aquí, es nuestro contemporáneo. En aquel tiempo a mí me fascinaban los estoicos, esa filosofía moral y política, que no era mera teoría sino para vivir. Yo quería algo así. Y Giussani me mostró que eso se encontraba en el cristianismo. Giussani sintetizaba el tomismo y la realidad existencial, que ya formaban parte de mi formación. “Encajaba” providencialmente en lo que yo quería. Me invitaba a un carisma de síntesis, confrontando la realidad, una fe que sea una experiencia y no mera abstracción. Yo estaba un poco cansado del catolicismo de fórmulas y normas que era el que conocía hasta entonces. La fe era una totalidad. Y, sobre todo, su intuición, que hasta hoy me acompaña, la de la persona como ser de encuentros, que ve su relación no como accidente sino como realidad relacional ontológica. O somos seres de encuentro, o bien no se entiende nada de la realidad. Desde aquel entonces, lo he leído y lo releo, meditando, rezando mucho y, cada vez, que lo hago, siento un extraño gozo en el corazón. Siempre. Me da paz. Certeza. Lo mismo me ocurre, extrañamente, cuando leo las cosas de Secundino. Cosa que no me ocurre ni cuando leo a santos. Ahh y también me ocurre lo mismo cuando releo a Maritain, es cierto. No sé. Es extraño. Recuerdo que cuando comencé a vivir en Estados Unidos, escondí todos los libros y escritos de Giussani con miles de notas, en el fondo de mi biblioteca y no quise leerlo más, pues, cada vez que lo hacía, me venía ese gozo, pero no tenía a nadie a mi alrededor que podría explicarme, dar a entender eso. Y me agarrotaba la nostalgia, y eso me oprimía, angustiaba. Luego me di cuenta que sí, que había Alguien. Y siempre estaba Presente. Y por eso gozaba.
QP: Como testigo muy interesado en la educación paraguaya e incluso considerando que por algún tiempo llegó a formar parte del Consejo de la Reforma Educativa, ¿considera que la educación paraguaya adolece actualmente de un déficit en humanidades?
MR-R: Sin humanidades no hay persona. Las humanidades, sobre todo la filosofía, nos muestran el camino a la verdad. Reencontrar ese camino es la emergencia educativa de la que habló Benedicto XVI. Creo que la tecnociencia es insuficiente: el sentido de lo humano es lo principal. Estamos perdiendo el amor a la cultura. Hoy, se enseña, pero no se educa. Se olvida a los grandes poetas y escritores de nuestro país, a los músicos, a nombres como José Luis Appleyard, Ricardo Mazó, José María Gómez Sanjurjo, quienes, en sus poemas, nos muestran un sentido de lo infinito, un canto a nuestras tradiciones. Yo creo que esa memoria es la que forma a la persona. Solamente una tradición de ese tipo genera identidad, el saber qué somos. Una comunidad se une por el amor a la poesía o a una experiencia literaria, el pertenecer a una tradición musical, compartir una memoria histórica. Eso es lo que hace a una nación, –insisto– une a una familia, pues forma parte de su historia. Me temo que retomar eso es urgente: enfatizar y recuperar el sentido de las humanidades. Cultivar de nuevo la filosofía. Leer poesía. Yo veo ahí, por de pronto, algo urgente.
QP: ¿En qué consiste la propuesta educativa que denomina Escuela “Jerónimo Irala Burgos” y por qué evocar precisamente el nombre de un protagonista como él en este momento histórico?
MR-R: Es un ámbito de formación ciudadana. Es una iniciativa de amigos reunidos bajo la memoria del gran maestro Jerónimo Irala Burgos, que fue mi decano en la Facultad de Derecho. Hombre íntegro, sabio, sereno, valiente. Es un ámbito educativo y no de mera instrucción intelectual. O por lo menos, lo pretende ser. La pretensión educativa que subyace es que la pregunta es la forma suprema de sabiduría (Heidegger). De la sabiduría que nos introduce a la realidad. Y sólo el que sigue, acompaña, puede saber y así, puede preguntar. La conversación constituye así, insistimos, un ámbito para aclarar las pistas a una posible respuesta a esa búsqueda. Nadie puede ni debe dar respuesta por el otro. Ni en solitario. En todo caso, la actitud que se sugiere es la de un peregrino de una larga travesía hacia nuestro destino común. Hoy, en medio de esta pandemia es clave. Redescubrir nuestro yo, autoconciencia, el deseo de verdad que es la filosofía, el deseo de justicia que es el derecho, etc., buscando la unidad, desde la experiencia de fe cristiana, de un ser humano aventuro del saber. Tener conciencia de eso es la liberación, la liberación de los prejuicios, de las ataduras, de las ideologías.